Todos
los grandes hombres han sido sencillos y humildes, nobles y trabajadores,
bondadosos y modestos. Así fue Joaquín Masmitjá, hombre sencillo, trabajador y
mente clarividente.
Supo
llegar a los corazones que con él se encontraron. Vivió de prisa, siempre lleno
de múltiples ocupaciones eclesiales, tomándose en serio hasta las cosas más
nimias. En todas ellas puso su mensaje de amor y de fidelidad, pues de ambos
valores fue un depósito inagotable del que, no sólo se surtió él mismo, sino
que alimentó a cuantos a él acudieron en busca de luz. El rasgo más significativo
de su actividad fue la amabilidad con la que procedía y que le ganaba infaliblemente
la simpatía de todos.

Lo que no dejó
consignado en escritos sistemáticos y teológicos, aunque era culto y fino
pensador por su formación enciclopédica, lo supo plasmar en las acciones de
cada día. Todo lo que hacía se orientaban a la ayuda al prójimo, con espíritu
de servicio y con el entusiasmo de su sacerdocio vivido en plenitud. En esa
actitud es donde diseñó espontáneamente
su vida espiritual y apostólica.
Miles de cartas salieron
de su pluma familiar, expresiva y afectuosa. Gracias a ellas conocemos lo más
hondo de su mente ordenada y serena. Todas llevan el mensaje cotidiano de la
tranquilidad y de la disponibilidad, rasgos que le definían. Atrapado en la tarea curial de la Diócesis, no pudo escaparse de muchas
limitaciones que estorbaron sus empresas educadoras, pero supo hacer de la
misma burocracia una forma de apostolado eclesial.
Siempre confiado en María, Madre
de Dios, a la que encomendaba todas sus obras:
“El
Señor por intercesión de la Santísima
Madre nos dirigirá para que todo salga
bien”.